Hace 20 años, Sergio y yo estábamos dentro de un VW Polo con los intermitentes puestos y a muy pocos pasos de la estación de metro de Aluche, en el sur de Madrid. Pepe y su bajo Fenix, también conocido en los ambientes más íntimos como “el Felix”, esperaba nuestra inminente llegada a unos cientos de metros de allí, subiendo por la Avenida de los Poblados, en unos locales de ensayo que el uruguayo Hermes Calabria, flamante batería de Barón Rojo, regentaba por aquel entonces debajo de su tienda de música. Sergio y yo nos conocíamos desde niños a fuerza de coincidir todos los veranos en el mismo pueblo abulense del Valle del Tiétar. A Pepe lo habíamos conocido hacía unos meses gracias a que un amigo del colegio me comentara que un compañero de su universidad no sólo conocía, como yo, un montón de grupos “raros” de esos que “no conoce nadie”, sino que en el colmo de la desfachatez tocaba el Bajo. Pocos días después de aquella confesión, los tres coincidíamos en la puerta del Discoplay que había en la calle princesa (después Sala Arena y hoy Sala Heineken) para meternos en VW Polo anteriormente mencionado y dirigirnos a los locales de ensayo en Aluche que nos había recomendado un amigo de Sergio. Por cien pesetas la hora te dejaban tocar a todo volumen con amplificadores Pevey incluidos. El flamante bajista se presentó aquel día con el mencionado Felix dentro de una especie de saco de tela, de evidente confección casera, onerosas patillas en el rostro y diciéndose llamar Pepe. Sólo varios meses después, cuando tuvimos que preparar los créditos de nuestra primera grabación oficial, descubrimos con sorpresa que su nombre real era José Cristobal.
Hace 20 años hubo un breve, probablemente involuntario y también fallido intento de liberar la música pop en este país. Puede que suene grandilocuente pero así es como lo ve uno cuando refresca en la memoria esa efervescencia invisible que conformaba la escena musical de aquellos años 90. Seguramente en breve empezarán a salir libros que tamicen y etiqueten todo aquello (para que se entienda sin molestar) o simplemente nadie se acordará. Algunos lo despreciarán y otros lo envolverán en exagerados disfraces que no se corresponden con el fondo. Aparecerán gurús que nunca estuvieron y tomaremos consciencia de cosas fundamentales que en realidad nunca ocurrieron. Tenemos experiencia en estas cosas. La historia la escriben los ganadores y la escriben además para los que ganan. En aquellos años los circuitos de la música oficial, como hoy, estaban copados y bloqueados por los supervivientes de ese negocio conocido como “la movida”. Mientras los veinteañeros del momento tenían casi por primera vez en toda la historia acceso fácil, directo y sin intermediarios a la música que se hacía en todo el mundo, en todos los sitios seguíamos escuchando una y otra vez los mismos grupos que llevaban una década dándose placer entre ellos. Esa difícil mezcla hizo inevitable el que surgiera un montón de gente con ganas de hacer algo distinto. Pero claro, surgió de todo. Sin cortapisas. Hace 20 años era muy fácil ver en Madrid grupos de casi cualquier cosa: pop, rock, experimental, electrónica, folk, heavy, indie, blues, noise, mod, hardcore, punk-rock, 60’s, soul,… compartiendo locales, garitos y hasta conciertos. Lo difícil era encontrar público que no fuesen esas mismas cabezas inquietas. De ahí salieron, con mayor o menor talento, cientos de grupos, cientos de maquetas, cientos de singles, cientos de discos y un buen puñado de fanzines, radios y compañías independientes que vertebraban todo aquello con más ilusión y pasión que presupuesto. En una esquina de ese mundo un par de personajes, Pablo Carrero y Fito Feijo, detectaron un hueco en esa extensa paleta de colores. Mientras por ahí fuera se publicaban grupos como Teenage Fanclub o Gigolo Aunts o The Posies o tantos otros que seguían evolucionado el pop de guitarras, por aquí faltaba que alguien hablase de todo eso. Así que decidieron crear un Fanzine. Acababa de nacer Rock Indiana.
Hace 20 años yo no sabía conducir pero aun así Sergio me dejó las llaves de aquel VW Polo antes de salir camino de la estación de metro Aluche. Hoy las cosas son diferentes pero entonces montar un grupo de música “moderna” sin batería era algo impensable. Pepe y yo no conocíamos a nadie capaz de hacer sonar con criterio aquella amalgama de platos y tambores que había en el local. Sergio si lo conocía, un tipo majete amante del jazz que vino un día con nosotros al local pero que, casi de inmediato, decidió no perder el tiempo con aquel trío de amateurs. Teníamos que encontrar a alguien y lo primero que se nos ocurrió fue colocar un anuncio en un periódico gratuito que se repartía en las universidades madrileñas. Respondieron tres personas por teléfono. Con el primero estuve hablando cerca de media hora sobre grupos, canciones y garitos de Malasaña. Coincidíamos en todo. Solamente al final de la charla me comentó el insignificante detalle de que no tenía ni idea de tocar la batería. La conversación con el segundo fue mucho más breve. No porque no supiese tocar la batería, que fue lo primero que pregunté y que si sabía, sino porque su primera y única inquietud fue conocer su salario para cada sesión. La tercera y última persona que llamó fue un amable y simpático muchacho del barrio de Prosperidad, algo que dejó bien claro desde el principio, que decía llamarse Óscar. Comentada la jugada con el resto de miembros del “grupo”, que ni dábamos conciertos ni teníamos nada grabado, pero que con esa cándida desfachatez que provoca la ingenuidad adolescente nos hacíamos llamar Violent Love, decidimos quedar con el tal Óscar. Seis de la tarde. Metro de Aluche. Llevaría una cazadora de cuero con muchas cremalleras. Tras varios minutos esperando el en coche, Sergio volvía por fin con un nuevo inquilino. Bajo un sucedáneo de pelo afro que años más tarde nuestros amigos gallegos del Felipop bautizarían como “pelo de cona” aparecía flamante un generoso veinteañero de vitalidad y humor infinitos que acabaría resultando ser el catalizador perfecto para la reacción química que estaba a punto de suceder. Minutos después, un puñado de metros por debajo de los pies del batería de Baron Rojo, los cuatro nos arrancábamos con una deslavazada versión de una de nuestras primeras canciones originales: El Cielo no es Azul. Todavía no lo sabíamos pero acababan de nacer los Happy Losers.
Hace 20 años uno pasaba muchas tardes sentado en una vetusta mesa frente a un buen puñado de folios saturados de fórmulas, letras griegas y ecuaciones diferenciales. Durante todo ese tiempo solía estar en silencio porque si ponía música, especialmente si me gustaba, mi atención se iba automáticamente a mecerse entre acordes mayores y menores. En los momentos más críticos, estudiando asignaturas infumables, lo que hacía era sin embargo poner la música más horrible que tuviese por casa precisamente para que no fuese una distracción. No voy a dar nombres ahora para no ofender a nadie pero recuerdo un disco llamado: Shut-up’n play yer guitar… que era mano de santo. Aun así todos los días me reservaba una hora de asueto en la que intentaba encontrar algo en la radio que me hiciera volver a querer vivir en este mundo. No era difícil. Había muchos programas de música buenos y no todos estaban en Radio 3. Era la época de la radio pirata. Lo que hoy son fríos podcast grabados en casa en una suerte de individual onanismo entonces eran reuniones de amigos con una misma pasión que en destartalados estudios radiofónicos grababan y hablaban de aquello que les gustaba. Una tarde, tras memorizar algo relacionado con las ecuaciones de Euler, sintonicé Radio Vallekas que por aquello de estar al lado de mi casa era de las que mejor y más escuchaba. Estaban entrevistando a un tipo, entonces no lo sabía pero era Pablo Carrero, que con dosis equivalente de seguridad y humildad explicaba al mundo por qué habían decidido montar una revista/wpruebas mensual que incluyese un EP original (aclaro a los jóvenes lectores que se trata de un pequeños disco de vinilo con 3 o 4 canciones) publicado por su propio sello. Aquello me gustó. Hablaba de un montón de grupos contemporáneos y no contemporáneos que no conocía para nada. Algo que me fastidiaba profundamente pero que a la vez me provocaba la inmensa curiosidad de querer conocerlos. Pincharon la primera canción de aquel primer single. Over Now. The Protones. ¡Molaba! Había que mandar a esa gente la maqueta que acabábamos de grabar. Apunté: Rock Indiana. Pero Óscar y Sergio ya habían pensado en ello y se me habían adelantado. El resto es historia.
Hace 20 años, cuando estábamos dentro de aquel VW Polo o en los locales de Hermes Calabria o escuchando radios piratas o viendo a Los Planetas en Siroco con una chica tocando el bajo de espaldas o a Teenage Fanclub en el Revolver con los Posies de teloneros o escuchando las maquetas de Julio Ruíz en Discogrande o viendo a Australian Blonde en El Sol de la Plaza del 2 de Mayo o escuchando la Conjura de las Danzas de Jorge Albi o De Cero al Infinito en Onda 10 con Samuel Rodríguez o leyendo Spiral y el fanzine de Subterfuge o Tomándola en el Maravillas, en el Swing o en el Moloko no éramos conscientes de ello pero en ese momento, era 1993, hacía 20 años que los Who habían publicado Quadrophenia, Lou Reed sacaba Berlín, Queen debutaban con su primer disco o Marvin Gaye revolucionaba el mundo del soul con su Let’s Get it on (aquí mientras tanto, como vamos siempre por carreteras secundarias, Camilo Sesto sacaba su primer disco). Conocíamos bien esos discos y nos parecían algo muy antiguo. También nos parecían obras legendarias. Venerables artefactos eternos que no tienen principio ni final. Que siempre han estado ahí y que siempre lo iban a estar. Entonces no reflexionábamos demasiado sobre lo que hacíamos nosotros y pensábamos inconscientemente que el presente era efímero y que probablemente se disolvería poco a poco en el tiempo. Entonces éramos jóvenes e ingenuos pero aquí estamos 20 años después… y seguimos siendo jóvenes e ingenuos. Y nada se ha disipado. Todo está ahí y ahí permanecerá con la diferencia de que ahora está también lo que nosotros hemos hecho. Un dato que asusta y alegra a partes iguales. Un legado de 20 años del que sentirse orgulloso. Pese a quién pese. Yo al menos lo siento así. Rock Indiana sacando en el peor momento de la historia de la discografía discos cada vez mejores y de forma incansable. Los happy losers salpicando las estanterías de un pequeño pero selecto puñado de aficionados a la música con discos de música pop que creo que siguen transmitiendo la misma sinceridad y emoción que cuando fueron creados. Sinceridad y emoción. ¿Existe mejor legado?
Pero lo más fascinante de todo esto es que la historia no ha terminado. Ni mucho menos. Como decía el genio de Alex Chilton en esa preciosidad llamada Thirteen: Rock And Roll is here to stay. Guarden por tanto sus amables palabras de despedida para mejor ocasión.
by Lukah Boo
miki dice
Simplemente soberbio. Happy Losers rules!
Emilio dice
Qué gran historia… lo de Jose Cristóbal me ha dejado «perpléjico»…