La autobiografía de James Rhodes, un reputado y heterodoxo concertista de piano que fue violado repetidamente durante cinco años por un profesor cuando era un crío, es un libro apabullante, que se lee de un tirón y que engancha desde la primera línea porque casi todo lo que en él se cuenta es tremendo y brutal, y, sobre todo, porque pone en primerísimo plano una ensalada de sentimientos entre los que no faltan la ira, la angustia, el odio, la frustración, el remordimiento, el rencor, el miedo, la impotencia, pero también, felizmente, el amor y la pasión por la música y por la propia vida.
Descarnada y deliberadamente dolorosa, la escritura de Rhodes es ciertamente eficaz en su objetivo de plantear al lector la espantosa realidad a la que se enfrentó en su día el autor, a la que se enfrenta en realidad cada uno de los días de su existencia, y lo es tanto que a veces dan ganas de darle portazo al libro ante tanto horror.
El final feliz de la historia viene de la mano, sobre todo, de su pasión por la música clásica, por Bach, Rachmaninov, Prokófiev, Bruckner o Chopin, que acaban por ser fundamentales en su viaje de vuelta desde el pozo de la ruina vital y moral.
El libro despierta sensaciones encontradas: inevitablemente empatizas con un tipo al que le han pasado tan terribles cosas; al mismo tiempo, Rhodes resulta en muchos momentos irritantemente ególatra, engreído y caprichoso, aunque lo cierto es que resulta complicado juzgar a un ser tan terriblemente maltratado, por lo que parece razonable quedarse con la generosa dosis de palpitante literatura que encierran estas apenas trescientas páginas, y, sobre todo, disfrutar con su protagonista del reconfortante enganche a la vida que para él es la música.
Pablo Carrero