Difícilmente encontrarás el rastro de Quincy en enciclopedias o guías musicales (bueno, en la «Guía Esencial del Punk y La Nueva Ola» sí cuentan, claro, con su entrada correspondiente); ni siquiera en cualquier selección de lo mejor de la nueva ola americana. Como pasó con algunos otros, la suerte nunca les sonrió y se separaron muy pronto, pero lo cierto es que el único álbum que este cuarteto de Nueva Jersey dejó para la posteridad es una auténtica maravilla. Un disco perfectamente a la altura de los grandes clásicos de la época (los primeros de los Beat de Paul Collins, los Knack, los Plimsouls o los Romantics) y de otros que en su día pasaron también relativamente desapercibidos pero que hoy son considerados auténticas joyas, como el disco de los Keys o el debut de Dirty Looks.
Formados en Nueva Jersey, Quincy no gozaron del apoyo del público en su día y parece que apenas hay quien intente rescatarlos del olvido tampoco en nuestros días, ni siquiera ahora que han vuelto a juntarse y han grabado de nuevo.
Los orígenes de Quincy se remontan a mediados de los años setenta, cuando los hermanos Stephen y Brian Butler se juntan con otro par de hermanos (Alex y Gerald Takach) y empiezan a tocar juntos emulando a los Eagles, America, Stealy Dan, Chicago y otras bandas de soft rock o de pop de la Costa Oeste. Su gran arma, naturalmente, eran las espléndidas armonías vocales que eran capaces de hacer entre los cuatro miembros del grupo, todos talentosos vocalistas.
Cuando ya llevaban tres años tocando ocasionalmente pero sin que les pasara nada particularmente relevante, el brío y la energía que traen los nuevos tiempos de la mano del punk y la nueva ola hacen que la banda se reactive y se reconvierta, alistándose al pelotón de nuevas bandas que surgen como setas en cada rincón de los Estados Unidos (y del resto del planeta). Una de las claves del cambio es el fichaje de Wally Smith (alias Metro), que, con sus coloristas y dinámicos arreglos de teclado, aporta una parte sustancial del característico sonido del grupo.
Eran buenos tiempos para una banda con buena imagen, sonido fresco y contemporáneo y un puñado de fabulosas canciones como eran Quincy. Tras el éxito de The Knack con la infalible “My Sharona”, las compañías discográficas trataban de adaptarse a los tiempos que corrían y todas querían su cuota de fichajes nuevaoleros en busca, naturalmente, de la gallina de los huevos de oro. La poderosa CBS no era precisamente ajena al asunto y entre 1979 y 1980 ponen en circulación unas cuantas joyas, como los debuts de The Beat, Dirty Looks o… ¡Quincy!
Producido por el que luego fuera miembro de Talk Talk, Tim Friese-Greene, el álbum es una auténtica maravilla: doce fantásticas canciones de pop enérgico y musculoso en las que brillan sobre todo las armonías vocales.
El disco no fue precisamente un éxito, pero sí logró llamar la atención del afamado productor Quincy Jones (en 1982 se encargaría, por ejemplo, del “Thriller” de Michael Jackson), a quien no se le ocurrió mejor idea que amenazar al quinteto con una demanda y obligarles a cambiar de nombre.
Tampoco fue tan grave la cosa, porque, en un intento de encajar mejor con los gustos mayoritarios del momento, su siguiente entrega (publicada bajo el nombre de Lulu Temple) era un muy prescindible Ep en el que se mostraban completamente despistados: canciones mucho más flojas y una producción supuestamente sofisticada, con profusión de vientos y sintetizadores, que no servía de gran ayuda.
Después del fracaso de aquel disco, los dos hermanos Butler formaron The Smash Palace, que ocasionalmente han venido haciendo discos más que apreciables hasta nuestros días.
En cualquier caso, el primer y único álbum de Quincy queda como uno de los mejores ejemplos del power-pop típicamente nuevaolero de la época.
pablo carrero