El renombrado pianista -y ahora también escritor de éxito más que notable- James Rhodes dejó felizmente atrás los tiempos miserables en los que escapar del horror de su pasado constituía su objetivo primordial, la razón de su torturada existencia. Pero el camino hacia la redención es largo y tortuoso y si “Instrumental” relataba un doloroso rosario de ingresos en psiquiátricos, autolesiones, intentos de suicidio y tratamientos a la desesperada, “Fugas” se ocupa de un Rhodes asentado como concertista reputado y personaje público favorito de los medios de comunicación pero atormentado todavía por las secuelas de la terrible guerra psicológica que se vio obligado a librar durante décadas.
Escrito con un lenguaje fresco y desenfadado, “Fugas” tiene a menudo el desagradable tono de un libro de autoayuda (seguramente, en efecto, no es otra cosa que un -afortunadamente singular- libro de autoayuda), pero la personalidad de su autor, su sensibilidad y, especialmente, su sentido del humor, logran que su lectura se convierta un gozoso ejercicio de voyerismo, de intrusión en los vericuetos sentimentales y psicológicos de un personaje lleno de contradicciones, debilidades y fortalezas, que finalmente parece descubrir que dedicarse con éxito a la pasión de su vida, ser reconocido y vender montones de discos -y, por cierto, de libros- no está tan mal.
La música, por supuesto, constituye un elemento fundamental a lo largo de todo el relato. Y te hace empatizar con él -y hasta añorar esa bendita devoción por la música clásica- comprobar cómo la relación de Rhodes con Bach, Beethoven, Chopin o Rachmaninov es tan parecida a la que cualquier aficionado a la música pop pueda tener con los Beatles, Dylan o los Kinks.